España: Rajoy permite a los agentes de la CIA operar y controlar libremente a los pasajeros en los aeropuertos
por Hernando Calvo Ospina
Red Voltaire | 11 de mayo de 2012
El domingo 6 de mayo pasado, al registrarme en el aeropuerto de París me dijeron que había un problema informático con el vuelo de Air Europa, que cubría Madrid-La Habana. Por tanto, apenas llegara a la capital española se me entregaría la tarjeta para abordar.
Llegué al aeropuerto de Madrid, Terminal 3. Fui al punto de información de Air Europa. Ahí, después de una llamada, me dijeron que debía ir hasta la Terminal 1, donde me darían la tarjeta. Caminé hasta allá. Me presenté a una taquilla.
Me enviaron donde una joven, la cual realizó dos llamadas. Faltaban 40 minutos para las tres de la tarde. El mismo tiempo para que el avión partiera.
Al insistirle a la mujer por mi tarjeta de embarque, me dijo que yo debía «esperar a la persona de la embajada». Extrañado, le pregunté qué persona, de qué embajada. Sin mirarme y sin amabilidad, me repitió que debía esperar «a la persona de la embajada». Esperé.
Al fin la vi llegar con un hombre alto, de lentes, un poco grueso, trigueño, de más de cincuenta años. Me dijo, él, en voz baja, que le permitiera el pasaporte. Al creerlo parte de Air Europa se lo entregué. Pero inmediatamente noté que tenía acento latino, y le pregunté: «¿quién es usted? ¿Se puede identificar?». Me mostró rápidamente un carnet que llevaba agarrado en la cintura, pero que una especie de chaqueta escondía. El nombre que me dio era castellano. «Soy de la embajada de Estados Unidos de América», me precisó. Sorprendido ante esa frase, le dije que me devolviera mi documento porque él no tenía ese derecho estando en España. Con una voz calmada, me pidió el favor de no discutirle, o hacerle un escándalo porque yo podía crearme un problema innecesario. La mujer de Air Europa se había retirado desde el comienzo.
Sabiendo en qué arena me estaba moviendo, lo dejé ver y «re-ver» mi pasaporte. Se hizo aparte, llamó y, en inglés, dio mis datos. Luego, amablemente, me llamó para preguntarme dónde estaba mi pasaporte colombiano. Le respondí que hacía 30 años que no viajaba con un documento de mi país de origen. Y que si ese documento que tenía en sus manos era francés, era porque Francia me lo había otorgado. Seguidamente quiso saber cuántos años tenía de casado, el nombre de mi esposa e hijos. Le contesté, con mucha cortesía, que él no tenía autoridad para que yo le respondiera eso. Que no se olvidara de que él estaba en España. Y que lo mejor era que llamara a su embajada en París, donde sabían más de mi vida que yo mismo.
Después de hablar otros minutos más por teléfono, escribir algo en el mismo y hacer anotaciones en un viejo cuaderno, vino hacia mí. Poniendo cara de apenado, me dijo que no podía irme en ese vuelo porque el avión sobrevolaría, por unos minutos, territorio estadounidense. Y yo estaba «en una lista de personas peligrosas para la seguridad de su país». Sencillamente, y con una sonrisa, le agradecí la información y hasta la decisión. Aunque poco de novedosas tenían [1].
Quise preguntarle por qué su gran impero siente temor ante mí, un simple periodista y escritor, cuando ni una escopeta de caza sé manejar y le tengo temor al estallido de un «buscapiés». Pero preferí volverlo a mirar a los ojos y seguir con mi sonrisa en los labios. ¡El no podía imaginar cómo su gobierno me hace sentir de importante!
Seguidamente, con gentileza, me preguntó si yo tenía una tarjeta de presentación para que se la diera. Le respondí que no tenía problema para ello, pues ya se la había entregado a colegas suyos en París. Y que, como esos colegas habían hecho, podía llamarme algún día para invitarme a tomar vino, y entre copas volverme a proponer de trabajar para su gobierno. «Me encanta conversar con ustedes. Aprendo mucho», le dije antes de verlo partir como cualquier otro visitante de ese aeropuerto.
Después realicé los reclamos pertinentes a la empresa Air Europa, en particular para que se solucionara mi viaje a Cuba. Atónito, les oí decir que era mi responsabilidad, ¡por no saber el trayecto de ese vuelo! De nada sirvió decirles que en octubre 2011 no había tenido problema. Uno de ellos me dijo, casi en confesión, que ese paso de «unos minutos» sobre el espacio estadounidense hacia Cuba, se había hecho por presión de Washington: así se obtenía la lista de pasajeros que iban a la Isla, en tiempo real.
Aunque traté de no demostrarlo, sentí rabia e impotencia. Más lo segundo.
¿Cómo era posible que un funcionario de la seguridad estadounidense pudiera pedirme el pasaporte, confiscármelo e interrogarme en pleno territorio español?
¿Quién le entregó ese derecho soberano?
¿Por qué no se envió a un aduanero o a un humilde agente de tránsito, pero de nacionalidad española?
¿Y por qué me dejaron ir hasta Madrid, cuando, muy seguramente, desde el momento que compré el pasaje, diez días antes, los servicios de seguridad de Estados Unidos y Francia supieron mi recorrido?
Estoy casi convencido que ellos lo sabían: unos y otros me han dicho que mis teléfonos, computadoras y pasos, regularmente se escudriñan. Algunas veces lo he comprobado.
Durante el vuelo de regreso a París, pensé en mis tantas amistades españolas.
Como son personas dignas, se asombrarán al saber de esto, pues no logran acostumbrarse a que la soberanía del país siga cayendo tan bajo.
Ah, y la única alternativa que me dejan para viajar a Cuba, desde Europa, es Cubana de Aviación. Ahí tienen dignidad.
Aunque el derecho internacional reconoce el principio de soberanía de los Estados, las grandes potencias no vacilan en corromper gobiernos, en desestabilizar sociedades, eliminar dirigentes e incluso en derrocar regímenes a través de la acción secreta. Esa forma de injerencia resulta relativamente poco costosa en relación con las ganancias que puede reportar, pero está minando la confianza entre los Estados. Los anglosajones se han convertido en maestros de ese arte. En el marco de un pacto militar secreto concluido en 1948 (UK-USA+Canadá, Australia, Nueva Zelanda), los anglosajones desarrollaron herramientas de espionaje y de acción clandestina al servicio de un proyecto común: el de la guerra fría. El rival de entonces era la Unión Soviética, sobre la cual habían logrado alcanzar una indiscutible superioridad en ese aspecto. La China maoísta y la Francia postcolonial también ambicionaban poder controlar zonas de influencia, principalmente en África, a través de aquella vía..
El panorama cambió radicalmente después de la disolución de la URSS. China renunció al financiamiento de grupos revolucionarios armados y se concentró en las labores de inteligencia útiles para el desarrollo de la cooperación económica. Por su parte, Francia se retira de su zona de influencia en África en provecho de la Unión Europea. Después de evitar ser tragados por el hueco negro de la era Yeltsin, los servicios rusos se dieron a la tarea de reestructurar el país y su zona de influencia histórica (Estados ex soviéticos que habían proclamado su independencia), no a través de la injerencia en los asuntos internos de los demás países del mundo sino luchando contra la injerencia externa.
A partir de 1995, los anglosajones invirtieron masivamente en sus servicios secretos, triplicando en unos 15 años los presupuestos dedicados a ese rubro. Incorporaron además los servicios secretos israelíes al dispositivito anglosajón, unas veces como miembro pleno de dicha comunidad y otras como simple contratista. En 2009, los servicios anglosajones (incluyendo los de Israel) empleaban en total más de 250 000 personas y disponían de 100 000 millones de dólares estadounidenses (o sea, 15 veces más que los de Rusia, su principal competidor virtual). De hecho, el espionaje y la acción clandestina se convirtieron en las principales herramientas de la globalización forzada.
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Fuente : «España: Rajoy permite a los agentes de la CIA operar y controlar libremente a los pasajeros en los aeropuertos», por Hernando Calvo Ospina, Red Voltaire , 11 de mayo de 2012, www.voltairenet.org/a174124
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